LORCA
- concursoaha
- 26 abr 2017
- 2 Min. de lectura
Mi vida como maestra era sencilla. Impartía clases en la escuela públicade Fuente Vaqueros. Doña Vicenta para mis alumnos, y madre para mis hijos. Nunca pude dejar de sentir que yo tenía un cometido, algo que marcaría la vida y pondría un punto y aparte en la historia. Cuando empecé a sentir a mi primogénito, que luego sería Federico, supe que había llegado el momento de dejar el trabajo de maestra a un lado.
Nació una noche de luna, elemento que sin saberlo se convertiría, con los años, en la base de multitud de interpretaciones simbólicas y místicas. Fue un niño feliz, lo acompañé en sus lecturas y le inculqué el gusto por la música. Me costó tanto convencer a su padre una y mil veces de seguir financiando sus extravagancias... No tenía prisa, el camino estaba hecho y cuando por fin terminó la carrera después de nueve largos años me sentí aliviada; lo animé a escribir y a no decaer en su camino. Siempre supe de sus desvíos sexuales pero, para no disgustar a su padre, convertí en majaderías los chismes del vecindario. Mas todo cambió el día que recibí aquella misiva. Me repetí una y mil veces las palabras allí escritas, que a día de hoy sigo sin comprender del todo. No sólo contaba una grotesca historia de amor entre dos hombres, sino que detallaba con todo lujo de pormenores los encuentros íntimos que tenían lugar en la residencia de estudiantes.
Inmediatamente supe que tenía que hacer algo, mi simple imagen bastaría para dejar claro a mi hijo que el decoro y la discreción eran más que dos palabras. Necesitaba comprobar quien era realmente. Me presenté en Madrid una tarde de junio, el calor sofocante cubría los rincones de una ciudad que estaba empezando a despertar del letargo. Vi en sus ojos la sorpresa y la confusión de encontrarme allí. Imagino que no hizo falta explicar con palabras el porqué de mi presencia, mi mirada desaprobaba su compañía con certero reproche. Ahí estaba él, mi Federico, acompañado por un muchacho de hondos ojos negros y mirada profunda, moreno y bien parecido. -Madre, me dijo, esto es lo que soy. No pude más que besarle la mejilla y afirmar con la cabeza.
Me fui con cierto desasosiego, pero contenta de saber que se aceptaba, se quería y había encontrado su lugar. Miré la luna, aquella luna erótica, fecunda, y a la vez estéril. Bella y muerta. Y sentí orgullo, orgullo de madre. El más grande poeta del siglo era hijo mío. Lo demás era secundario y en todo caso, tampoco de mi incumbencia.
Autora: Uxía Caride
Comments